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Miguel Ángel Muñoz
Ricardo Martínez es para muchos críticos –Marta Traba o Alaíde Foppa- y escritores –Alí Chumacera, Luis Cardoza y Aragón, Fernando Benítez, Rubén Bonifaz Nuño-, un pintor fundamental en la historia del arte en América Latina de la segunda mitad del siglo XX. Su labor creativa que viene desarrollando a lo largo de más de cincuenta años. Sus aportaciones estéticas han contribuido a transformar el concepto pictórico en sí, y a recuperar un pasad prehispánico cuya estética parecía haber llegado a un punto muerto: ha sido el inspirador, en la sombra, de lo que pudo haber sido la “nueva pintura mexicana”. Asimismo, durante los años sesenta, los años de aprendizaje y confirmación de su obra en Estados Unidos, la comunidad artística de Nueva York fijó por entero su atención en la poderosa personalidad, el ingenio y la inagotable inventiva del joven pintor. Conoció de cerca las vanguardias americanas y europeas, estudió la obra de Robert Motherwell, William Baziotes, Jackson Pollock, Arshile Gorky, Franz Kline y, sobre todo, en algunos artistas latinoamericanos empeñados en sobresalir más allá de sus fronteras. En definitiva, Martínez llegó a ser una de las piedras angulares, de América Latina en ese viaje de “ida y vuelta” que realizó la pintura mexicana.Marchó a Europa y, después de una mutación casi alquímica, a fuerza de sostener un diálogo interminable con la pintura, regresó unos años después a México transformando.En esa transformación de espectador a pintor de un pasado deslumbrante, hubo, momentos decisivos. En principio fue la fascinación del México antiguo: la escultura, los códices, la literatura y la pasión de un pueblo por dejar registro de su memoria.Enseguida, se sucedieron la interración entre naturaleza, arte y ciencia; el descubrimiento del tiempo-espacio y las dimensiones de la figuración, y la poética que esconde cada cuadro que se pinta. Temas, por otra parte, muy extendidos en todo el ámbito de las artes y, de manera muy especial, entre artistas europeos.Luego de dos años en diversas ciudades de Estados Unidos, Martínez llegó a Nueva York en 1959, y ese mismo año expuso por primera vez ahí, en la Galería The Contemporaries. Al principio es un extranjero desorientado, conoce a gente de todos los barrios, pero prefiere recorrer en soledad la ciudad y estudiar en sus museos. Quizá le resultó difícil integrarse a la nutrida colectividad de artistas emigrados del sur de Europa, de la que formaban parte los italianos Corrado Narca-Relli, Enrico Donati, Giorgio Cavallon, Nicolás Carone, y Philip Pavia, -el creador de The Club, un famoso cenáculo de artistas-, así como el español Esteban Vicente, figura clave del arte abstracto de ésa época, y creador de una forma poética de acentuado lirismo. Los artistas franceses en el exilio, como Fernand Léger, Jean Hélion y los surrealistas, gozaban del aprecio de los círculos oficiales del Museum of Modern Art, regentado entre bastidores, por Marcel Duchamp.Martínez se integra gradualmente a una manera activa de entender su posición en el seno de la cultura. Su contacto con pintores, arquitectos y escritores sin duda influyó en él y en las nuevas exposiciones de 1960 y 1961 también en Nueva York. En ese sentido, su estancia en Estados Unidos descubrió al pintor corrientes europeas del pensamiento y el arte.En términos estilísticos, el periodo 1947-1967 permite reconocer en el trabajo de Martínez, la huella de los nuevos realismos, y desde luego, un extenso diálogo plástico con el arte prehispánico. No se trató de una influencia mimética, sino de cierto espíritu que invadía un estilo cuyos rasgos personales, a principios de los años setenta, se basaban en el orden compositivo, el lirismo y la importancia concedida al color. A este esquema tan general, y sin embargo, ya tan propio, Martínez añadirá la presencia de la figuración, sugerida de forma indirecta mediante algún objeto o, sobre todo, mediante las grandes, atmósferas extrapictóricas que rodean los cuadros. Durante algún tiempo pudo creerse, o tal vez más de un crítico de Martínez aún lo crea, que este periodo es de menor importancia en el conjunto de su producción: en parte, por el desdén hacia el género mexicanista, (el de la llamada escuela mexicana de pintura) después de Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Sequeiros. Pero la alusión ala realidad es un elemento básico y distintivo en la poética de Martínez por un lado, y por el otro, el empleo de un realismo mexicanista –por llamarlo de algún modo- es en Martínez sumamente personal: alude a una visión del mundo teñida por la nostalgia y por la cultura, lo cual lo separa de los muralistas. Hay que recordar cuadros clave en esa etapa creativa de Martínez: El apantle 1950; Mujeres con bueyes, 1953; La pelea de perros, 1956; El parto, 1959.En múltiples ocasiones, Martínez se ha referido a la importancia de la realidad y del pasado prehispánico en su pintura, siempre desde la perspectiva de que su interés es sugerirla más que representarla, aludirla más que ofrecerla directamente. En una conversación reciente, que de algún modo resume, los comentarios anteriores, Martínez decía: En ese espacio recompuesto (el del cuadro) trato de dar mi imagen de la realidad, imagen metafórica, poética y al mismo tiempo modelo de la realidad armónica. Imagen metafórica, o para ser más precisos respecto a esta época de su trabajo, imagen poética, ya que la figuración actúa como una parcela, un recorte de la realidad total. A mi modo de ver, esta realidad que indirectamente, nos habla también del pintor, expresa un conocimiento total de su tiempo, de su historia y de un pasado que no le pesa sino que desea encontrar en el contrapunto entre antigüedad y modernidad –sólo así consigue esa armonía deseada-, que convocan la ordenada composición y el color.Por otra parte, su obra no es nunca artificial, pretenciosa ni agobiada por racionalizaciones teóricas o ideológicas. Aunque se trata de un trabajo en extremo poderoso. Martínez evitó al máximo la teorización de los factores que constituían su fuerza, y de paso, la mayoría de cánones del arte moderno imputados a él y a otros de sus contemporáneos afines. Los años 1963-1971 son decisivos en la obra de Ricardo Martínez; participa en las bienales de Sâo Paulo, Brasil, -donde se exposición individual ganó el Premio Mahino Santista-, y en la Bienal de Vencia, Italia, donde una serie de sus obras llamaron inmediatamente la atención de la crítica internacional. Los colores empiezan a ser determinantes en la obra de Martínez, en una gama que privilegiará los azules, rojos, blancos y negros, que alternarán muchas veces con amarillos y ocres (una combinación tanto de Piero Della Francesca como de los muralistas mexicanos) y con la inclusión esporádica de grises muy rebajados. A pesar de la importancia de la figura, el color es ya un elemento básico de su estilo: ha limitado la aspereza y brutalidad de los blancos o de los rojos anaranjados y, sobre todo, los contrastes violentos han dado paso a la gradación de tonos o al contrapunto sutil y equilibrado del dibujo con las composiciones.En esa búsqueda de tonos, Martínez se interesó por la exactitud de lejanías, por el horizonte que determina y cierta, en su traducción etimológica. Pero fue en la figura humana en la que logró plasmar la forma total o la masa del cuerpo. Así, en las figuras sedentes de 1971-1987 intenta aprehender el cuerpo como totalidad, precisamente representándolo, como en los cuadros. El brujo, 1971; Figura yacente, 1984; o Desnudo reclinado, 1984. También en la figura existen varios estudios, con una línea segura a lo Ingres. En los dibujos de masas, como Mujer e hijo, de 1982, son los ocres, los que descomponen los volúmenes de estos cuerpos pensativos y amodorrados. Es el contorno el que define el cuerpo tumbado, yacente, invisible en los años setenta, y el mismo elemento define el espacio de las manos en los ochenta.Esta mediación de la realidad y la situacionalidad del espacio corpóreo se manifiestan al máximo en una serie de pinturas sobre la figura femenina realizadas entre 1975 y 1980. Estas mujeres, recostadas hacia la izquierda, se van literalmente complicando. Lo que al principio es un problema de espacio, se organiza gradualmente en un problema de líneas que limitan los contornos de la figura y, posteriormente, de dobles líneas del cuerpo, de doble silueta. En ningún caso dibuja Martínez, el espacio en que se apoyan esos cuerpos; sin embargo su situación, esa relación de límites, crea el espacio externo. En ese tránsito creativo, Luis Cardoza y Aragón analizó con atención los nuevos rumbos del artista: Pintura delicada y precisa, sin concesiones. Un equilibrio adusto de reflexión e instinto surgido de la mayor exigencia canta en su realidad transfigurada. Lo que prefiero va de algunos paisajes con acento cézanniano a los óleos últimos, saltando sobre una etapa intermedia. Cada cuadro, rigor y matiz, es un juego refinado de valores. La economía de recursos se halla presente en los volúmenes medrosos insinuados, en la paleta parca y sensible. 1 Es precisamente esa unidad exigida entre el dibujo y la pintura, calificada escuetamente por Martínez como la construcción del cuadro, la que determina comparativamente el ritmo de la poesía, el tiempo y la composición de la pintura en el espacio, la que encuentra y observa el espectador en las obras de este pintor.Qué proyecta la palabra espacio, cuál es su significado poético, pictórico o arquitectónico. La pintura es una función del espacio. No del espacio situado fuera de la forma, que rodea al volumen y en el que viven las formas, sino del espacio generado por las enormes figuras, que viven dentro de ellas y que es tanto más eficaz cuanto más a oscuras actúa, participa, encuentra el significado en sí misma. Creo que no se trata de algo abstracto, sino de una realidad tan concreta como la del volumen que la abarca, que configura las atmósferas de las múltiples figuras que va reconstruyendo el artista. En 1969la exposición “Pintura de Ricardo Martínez” en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México presentaba ya a aun artista sólido, propositito y renovador de un lenguaje estético universal. Nos remitía al silencio del abismo y al espacio vacío pero consagrado a algo, a lo que la escritora Marta Traba denominó “un espacio sagrado, inédito”, y que Martínez encontró en ciertas experiencias místicas.Resulta imposible juzgar si la obra de Martínez es o no mística. Lo que se puede decir es que él presenta su obra como si fuera una escena alquimista, y que sus palabras son parte esencial de esa representación. Incluso sus repetidos intentos de distinguir entre sus palabras y su obra es parte de la pintura misma, parte de la construcción de una escena mística. La verdadera cuestión entonces no es la patología de Martínez, sino el espacio particular que construye entre la pintura y la palabra.El pintor reconstruye constantemente un mundo (figuras, formas, espacios, materias atmósferas, planos) y le pone el rótulo de “poético”. La escena que construye cuando reconstruye y marra es, como he dicho, la escena prehispánica, en el doble sentido de asimilación de un pasado “perdido” en la modernidad, al cual él se enfrenta constantemente. Lo que Martínez construye cuidadosamente es, por lo tanto, una arquitectura que traza un movimiento complejo entre el pasado y el presente: recuperación y destrucción. Un indicio de esta compleja operación se encuentra en su exposición de 1974 en el mismo Museo de Arte Moderno, donde más de treinta obras confirmaron la contundencia pictórica de su trabajo. Fernando Gamboa, entonces director del museo, se refirió al valor de esta propuesta: El arte de Ricardo Martínez reside en su búsqueda de espacios: en combinar sensiblemente luz y color para suscitar vibraciones que llevan la superficie plástica hacia una cálida y profunda atmósfera que nos envuelve en su ya lograda extraordinaria especialidad. 2 De nuevo, los espacios forman parte de la obra. Martínez elabora una explicación y una interpretación precisas. En una conversación señaló que su pintura se transforma constantemente, que siempre hay cosas nuevas por aprender. Hay que entender entonces; Martínez reconstruye las obras que ya había creado. Las echa de menos, como si fueran, o mejor dicho, como si sufrieran algún tipo de dolor fantasmal.A principios de los años ochenta, la novedad es que Martínez no ha dejado de experimentar, de buscar caminos diferentes, de comprobar la experiencia pictórica como un espacio único. La muestra “Ricardo Martínez. Obra reciente, 1975-1984”, en el Museo del Palacio de Bellas Artes, marca el inicio de un periodo en el que puede percibirse la consolidación de un estilo que llega hasta hoy, aunque a principios de los ochenta vuelve a hacer diversas variaciones, introducidas por una mayor sensación de profundidad en el espacio representado, una forma más sombría de colores y una pincelada más pura, más simétrica.En ésta época, Martínez aborda de una forma mucho más profunda y fundamentada su aspiración a traducir sensaciones cromáticas, a “darlo todo por la figura y el color”. Si en los años cincuenta y sesenta la solución plástica era matissiana o, como decía Cardoza y Aragón, cézanniana, en los setenta y ochenta en cambio, planeará la condensación y la plenitud de un estilo más lúcido, y al mismo tiempo , deslumbrante y propositito para el arte mexicano. Esta sensación de solidez proviene a su vez de un esquema compositivo rígido, basado en subdivisiones verticales y horizontales de la figura. Sin embargo, para no caer en la excesiva pesadez impuesta por estas formas prehispánicas, Martínez las diluye mediante zonas de color, demarcaciones vacías y formas poéticas.En sus propias palabras, se trata de “unir lo moderno con un pasado que es nuestro” La tela, en efecto, aumenta la sensación de profundidad y los colores van abandonando su función eminentemente visual para ofrecer sensaciones más concretas de un espacio o de una forma determinada.Para encontrar el equilibrio, Martínez ha buscado reparar y reconciliar las relaciones del cuerpo colocándolas en una cuadrícula o creando un conjunto pictórico que las sitúa. En este sentido, la arquitectura representa el aspecto nacionalista de Martínez. Para él, la geometría es de naturaleza utilitaria. Accediendo directamente al inconsciente a través del don de la sublimación, Martínez ha sido capaz de dar forma tangible a sus pasiones para conjuntarlas. El arte es un proceso pasional que trabaja por medio de la admiración. De ahí que la exploración de temas y principios pictóricos de Martínez refleje una pintura que es un estado activo del “ser”. Una pintura en la que, como ha dicho Gaston Bachelard, “la figura transforma las ilusiones, la pintura protege al soñador, las imágenes permiten que se sueñe en paz”.Pintar para Martínez es y será sobreponerse a material, a la pintura, son que deje de ser esa materia, una sola materia, y darle vida, un hálito: la pintura en esencia. En este sentido, su obra actual lo confirma, cada pieza consigue un hilo que crea espacios: que es posible observar desde cualquier posición. Son obras cuya densidad nos confiere una mayor espiritualidad, evocan un misterio plástico, o en palabra de Baudelaire: algo ardiente y triste, algo un poco vago, que deja espacio libre a la conjetura.Ricardo Martínez es una figura en clara sintonía con la cultura contemporánea. No sólo ha seguido el movimiento de la pintura o la vuelta a un interés por la historia del arte, que de alguna manera lo ha devuelto de la tierra del olvido que ha habitado (afirma que afortunadamente) durante muchos años. Más bien, es la actual fascinación por lo confesional, por la pasión empeñada en expresar todo en la pintura.Él es su propio discurso estético, ejemplificado en su radical posición entre lo público y lo privado: “Es indiferente para mí dejarme entrevistar o no. Nuca he dado entrevistas, pues son cosas superficiales. Hay que trabajar en la pintura, en encontrar nuevos caminos: eso es lo importante de este oficio”.Martínez construye lo privado al exponerlo en cada obra. Las heridas se abren para su examen, más que para cerrarse. Muestra su vulnerabilidad en vez de disfrazarla: “La pintura tiene que hablar por uno, en ella hay que buscar las respuestas que buscan los espectadores. Ésa es la única razón de mi silencio público”.El amplio arco de la obra de Martínez, ese fantástico camino de sesenta años de profesión, desde los paisajes que delimitan un prado boscoso, hasta las grandes figuras que se apoderan de la tela, en un constante ver y sentir la convergencia de espacio y tiempo, ha producido un diálogo único con la pintura. Ahí se abre un espacio que nos enseña a mirara nuestro pasado, y sobre todo, a percibir que el tiempo es una dimensión de nuestro espacio. Se trata, en fin, de una obra que pudiera ser abstracta, pero al traducir las enormes formas pétreas que las componen, descubrimos que está llena de interrogantes.
Referencias:
1 Luis Cardoza y Aragón, Ricardo Martínez, México, Joaquín Mortiz, 1981.
2 Fernando Gamboa, presentación del catálogo Ricardo Martínez. Obra reciente. México, Museo de Arte Moderno, 1974.